Ese día, como hacía 27 años, corrió la cortina y miró el sendero de piedras que llevaba hasta su puerta. Hacía frío, como aquel día, pero él no estaba allí saludándola con la bufanda hasta la nariz y su alegría de niño contenida en los guantecitos rojos que entrelazaban los de su padre. El mundo se había detenido en ese instante, y sin embargo, el temblor de sus manos aullaba el paso del tiempo.
Volvió a la cocina. Sobre la mesa esperaban cientos de papeles, un cuaderno de tapas oscuras, una computadora prestada y fútil, el teléfono inmóvil, y su taza de café negro.
Ese día, como hacía 27 años, emprendió el fatigoso camino de una búsqueda entre sombras y, como hacía 27 años, sólo encontró funcionarios demasiado atareados para ayudarla, afirmaciones absurdas y puertas cerradas.
Por la noche, aquella tristeza sin nombre volvió a oprimir su corazón, cada vez más débil: un día más, un día menos.
A la mañana siguiente corrió la cortina, como cada día. Él no estaba allí. Sólo aquel sendero helado. Volvió a su cocina y se sentó a la mesa. La computadora, reflejaba su rostro ajado, con la impavidez que sólo tienen las máquinas. Entonces sonó el teléfono. Una voz familiar le explicó algo que no comprendía. Habló de redes, de Internet, de comunidades. De una posibilidad.
Parecía demasiado ridículo, demasiado improbable. Pero no tenía qué perder, más que los días.
La voz del otro lado le dio unas breves instrucciones, que ella siguió sin querer pensar. Sus dedos temblorosos escribieron, allí donde le indicaban, de a una letra el nombre de su hijo. Cada caracter cargado de miedo, de esperanza, de cansancio, de aquella tristeza enorme.
Un click después aquél mundo estático se derrumbaba. Un click, y 27 años después, lo había encontrado.
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